26 de octubre de 2015


CARRERA DE SAN JERÓNIMO

I
 
     Valiente sinvergüenza estaba hecho el tipo. ¿Acaso se pensaba que ella era una meretriz del tres al cuarto, como aquellas cincuentonas de la calle de la Ballesta, cuya dignidad no pasaba de veinte euros un completo? Ella era puta sí, pero de las caras, de las que usaba lencería de encaje de La Perla, maquillaje profesional de L’Oreal, Versace por vestido y Manolo’s en los pies. Un polvo con ella era mucho más que meterla en caliente, era más que ponerse cachondos a base de miradas absurdas y besos con lengua cual quinceañeros desesperados por si los pillan. Ella era una puta cara, de las que coge un taxi y lo paga el cliente. De esas que no ves por la calle porque si las ves nunca sabrás que lo son. Ella no compra en Zara, ni en Mango, ni en H&M, ni en ninguna marca de Inditex ni de El Corte Inglés; ella compra en las tiendas de la calle Serrano, Goya y Velázquez. Ella compra, pero no paga; paga el cliente. Ella ofrecía su mente, su cuerpo y su saber estar.
      Ella no puede decir que ejerce en tal o cual barrio, porque ella no hace la calle; a ella la llaman, se arregla, la recogen y la llevan hasta el cliente. Ella, que se había codeado con lo mejor de la clase política y altos empresarios del país, ella, que había abierto los oídos tanto como sus piernas para escuchar secretos de estado, algunos catalogados bajo el rango de asuntos de seguridad nacional,… Ella, que cobraba por una noche el doble del salario mínimo interprofesional, ahora estaba allí sola. Sentada en la marquesina del autobús, esperando el 51, con las medias rotas, el rímel corrido, el pelo enredado y la cara morada. En su bombonera de raso y seda dorada de Loewe valorada en quinientos euros solo había un metrobús, su dni, unos condones a punto de caducar y las llaves de casa. Allí sentada, tiritando de frío bajo el invierno madrileño, se lamía las heridas del alma y de la cara. Cuando bajó del autobús entró en el bar de debajo de su casa. El camarero que la conocía bien e igual de bien ejercía con ella la discreción, al verla en el aquel estado, envolvió hielo en un paño, le curó como pudo los golpes y le sirvió una copa de balón pequeña de orujo de hierbas. Bastó una sola mirada y el camarero desapareció en la cocina. Con el orujo en su estómago como único compañero se fue a casa. Se desmaquilló, se duchó, se metió en la cama con su pijama de gatitos y se durmió. Ella, que entró en aquel mundo por necesidad y se había hecho un hueco en el terreno de las escort de lujo; a ella nadie le ponía la mano encima. Nadie. Nunca. Bajo ningún concepto.
     A la mañana siguiente se levantó y puso las noticias. El número dos del gobierno había aparecido muerto en su domicilio, víctima de una terrible paliza y el número tres de la oposición acaba de anunciar su dimisión debido a la publicación de unos videos en los que aparecía manteniendo relaciones sexuales con una mujer que llevaba puesta una máscara veneciana con plumas. Se vistió y bajó al bar. El camarero la miró y le sonrió. Le sirvió un café y unos churros, y cuando ella le quiso pagar, él rechazó el billete de cinco euros. –Hoy invito yo-, le dijo. –Gracias por todo-, respondió ella. –Por absolutamente todo.
     Y el resto de la semana, mientras su cara y su cuerpo se recuperaban, disfrutó viendo como los medios de comunicación y la prensa sensacionalista en su lado más rancio y amarillo se cebaban con los escándalos sexuales de los últimos días. Nada se sabía de quién había filtrado la noticia, como tampoco se sabía nada del asesino del número dos. Lo único que tenía claro era que muchas mujeres ahora estaban a salvo y las alas de la justicia revoloteaban sobre la Carrera de San Jerónimo.
Ella era puta sí, pero de las caras. De las que usaba lencería de encaje de La Perla y de las que si tenía que usar sus contactos de los bajos fondos, los usaba. Porque encima de puta, no iba a poner la cama,….