Habían pasado muchísimos años desde que
Alaric llegara a la abadía, aterido de frío, con la cara quemada por la helada
y con dos quintales de trigo. Una dote muy alta para su familia jugándose parte
del sustento de un año sabiendo que llegaban los tiempos del barbecho. Habían
pasado setenta años, nada más y nada menos. Era el más longevo de los hermanos
y había visto morir a todos los que conoció a su llegada, y eso era lo que más
le dolía; ver pasar a los que consideró su familia, uno tras otro mientras él
iba cumpliendo años. Ahora tenía ochenta y muchas arrugas en la cara, además de
unas aureolas blanquecinas en los ojos que habían ido disminuyendo su visión
con el tiempo.
Diez
años tenía cuando llegó a la abadía; un lugar enorme, inmensamente grande y que
al principio le dio mucho miedo. Los monjes vestían de negro y podía
recordarlos como manchas negras sobre la nieve. Los monjes negros de Cluny lo
acogieron para siempre, pero sólo lo comprendió cuando se convirtió en uno de
ellos.
Cruzó el claustro paseando sin prisa, sin
rumbo, pero sus pies lo llevaron al scriptorium.
Aún recordaba al hermano Piere enseñándole a escribir como sólo un buen copista
y su paciencia podía hacerlo. Murió demasiado pronto. ‘El buen copista siempre
se mancha’, decía Piere, y era cierto. Trabajar en el scriptorium llevaba implícito salir con las uñas negras de tinta.
‘Pero yo quiero pintar, hermano Piere’, dijo aquel niño de diez años. ‘Eso te
lo enseñará el hermano Matheu, cada cosa a su tiempo’, respondió Piere. Y el
tiempo fue pasando en aquella abadía de monjes negros, con un ora et labora estricto, cantos de
salterios y unas celebraciones eucarísticas llevadas en ocasiones al paroxismo
de la liturgia. Jamás volvió a salir de aquellos muros. Excepto una vez, por
epidemia. Se estableció una cuarentena y los hermanos sanos fueron trasladados a
otra de las casas de la orden. La comunidad quedó diezmada.
Una noche de verano recibieron a un hombre
que iba en peregrinación a Compostela. Se desorientó errando su camino, y
pidiendo ayuda llegó hasta la abadía. Peregrinos, pensó el octogenario. Siempre
le parecieron personas tocadas por Dios. Era una auténtica locura viajar tan
lejos, algunos nunca regresaban y otros ni siquiera terminaban el viaje. Y lo
que habría dado él por ser uno de ellos. Peregrinar era algo así como un viaje
de vida que comenzaba en la puerta de casa sin saber el final. Algunos reyes
peregrinaron hasta la casa del hijo del Zebedeo, otros nobles por el contrario,
enviaban a alguno de sus vasallos en su nombre y debían volver habiendo
cumplido la peregrinación. Por supuesto, la indulgencia plenaria era concedida
al señor y no al vasallo. ¿Qué tipo de ‘nobleza’ era aquella que enviaba a
otros en su lugar? La cobardía no entendía de linajes. A todo peregrino se le
otorgaba una ‘carta probatoria’, documento que demostraba el viaje y concedía
la indulgencia plenaria. Las cartas probatorias se multiplicaban como las
reliquias. Un objeto más con el que comerciar. ¡Cuántas historias se atesoraban
tras los muros de Cluny!
Y rememorando
todo aquello, Alaric se sentó junto al pozo del claustro, y de pronto se acordó
de su madre llorando en la puerta de la abadía junto a los dos quintales de
trigo, y al hermano Piere con las uñas negras… Aquellas fueron sus últimas completas.