27 de enero de 2017

QUIERO PINTAR, HERMANO

     (Presentado en su momento al concurso literario medieval de Románico Digital)

     Habían pasado muchísimos años desde que Alaric llegara a la abadía, aterido de frío, con la cara quemada por la helada y con dos quintales de trigo. Una dote muy alta para su familia jugándose parte del sustento de un año sabiendo que llegaban los tiempos del barbecho. Habían pasado setenta años, nada más y nada menos. Era el más longevo de los hermanos y había visto morir a todos los que conoció a su llegada, y eso era lo que más le dolía; ver pasar a los que consideró su familia, uno tras otro mientras él iba cumpliendo años. Ahora tenía ochenta y muchas arrugas en la cara, además de unas aureolas blanquecinas en los ojos que habían ido disminuyendo su visión con el tiempo.
Diez años tenía cuando llegó a la abadía; un lugar enorme, inmensamente grande y que al principio le dio mucho miedo. Los monjes vestían de negro y podía recordarlos como manchas negras sobre la nieve. Los monjes negros de Cluny lo acogieron para siempre, pero sólo lo comprendió cuando se convirtió en uno de ellos.
     Cruzó el claustro paseando sin prisa, sin rumbo, pero sus pies lo llevaron al scriptorium. Aún recordaba al hermano Piere enseñándole a escribir como sólo un buen copista y su paciencia podía hacerlo. Murió demasiado pronto. ‘El buen copista siempre se mancha’, decía Piere, y era cierto. Trabajar en el scriptorium llevaba implícito salir con las uñas negras de tinta. ‘Pero yo quiero pintar, hermano Piere’, dijo aquel niño de diez años. ‘Eso te lo enseñará el hermano Matheu, cada cosa a su tiempo’, respondió Piere. Y el tiempo fue pasando en aquella abadía de monjes negros, con un ora et labora estricto, cantos de salterios y unas celebraciones eucarísticas llevadas en ocasiones al paroxismo de la liturgia. Jamás volvió a salir de aquellos muros. Excepto una vez, por epidemia. Se estableció una cuarentena y los hermanos sanos fueron trasladados a otra de las casas de la orden. La comunidad quedó diezmada.
     Una noche de verano recibieron a un hombre que iba en peregrinación a Compostela. Se desorientó errando su camino, y pidiendo ayuda llegó hasta la abadía. Peregrinos, pensó el octogenario. Siempre le parecieron personas tocadas por Dios. Era una auténtica locura viajar tan lejos, algunos nunca regresaban y otros ni siquiera terminaban el viaje. Y lo que habría dado él por ser uno de ellos. Peregrinar era algo así como un viaje de vida que comenzaba en la puerta de casa sin saber el final. Algunos reyes peregrinaron hasta la casa del hijo del Zebedeo, otros nobles por el contrario, enviaban a alguno de sus vasallos en su nombre y debían volver habiendo cumplido la peregrinación. Por supuesto, la indulgencia plenaria era concedida al señor y no al vasallo. ¿Qué tipo de ‘nobleza’ era aquella que enviaba a otros en su lugar? La cobardía no entendía de linajes. A todo peregrino se le otorgaba una ‘carta probatoria’, documento que demostraba el viaje y concedía la indulgencia plenaria. Las cartas probatorias se multiplicaban como las reliquias. Un objeto más con el que comerciar. ¡Cuántas historias se atesoraban tras los muros de Cluny!
     Y rememorando todo aquello, Alaric se sentó junto al pozo del claustro, y de pronto se acordó de su madre llorando en la puerta de la abadía junto a los dos quintales de trigo, y al hermano Piere con las uñas negras…  Aquellas fueron sus últimas completas. 

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