8 de diciembre de 2010

LA TABERNA DEL LIBREDÓN
Mesa I

     Se sentó en el andén a esperar su tren, apenas faltaban unos minutos. El reloj de la estación no se diferenciaba de los relojes de cualquier otra estación; estaba sucio, en la noche parecía la cara iluminada de la luna, sus agujas eran negras y gruesas, los números grandes, y como no podía ser, no funcionaba bien. A pesar de ello, aquel reloj, marcaba sus últimos minutos en aquella ciudad, que siempre le había venido grande.
     El tren se acercaba; las pocas personas que estaban en el andén empezaron a mirar hacia el horizonte de las vías para vislumbrar el único punto de luz en medio de la noche oscura. Las madres abrigaban a sus hijos, los maridos cogían el equipaje, las abuelas y los enamorados lloraban la despedida y el factor de la estación apareció de entre las sombras como un espectro con una bandera y un silbato.
Deseaba marcharse, pero cuando llegó el momento de levantarse del banco, sintió un peso plomizo que durante un segundo le hizo dudar de su partida. Pero la duda se desvaneció en el mismo momento en el que recuerdos tortuosos, amargos y tristes, más una rabia contenida que finalmente se hizo patente, la devolvieron a la realidad de un billete de tren en la línea nocturna. Asió con fuerza su bolso y su maleta de ruedines desgastados, anduvo con paso firme hacia la orilla del andén, y esperó a que el tren se detuviera. Desde el mismo instante en que puso los pies en el vagón, un nerviosismo comenzó a correrle por el cuerpo. Si había sido capaz de tomar la decisión de su marcha, sería capaz de hacer frente a cualquiera que fuese su destino. Cuando encontró su asiento, y hubo acomodado sus bultos, se repantingó en su lugar quedándose profundamente dormida. Antes de cerrar los ojos, vio el reflejo de su departamento en la ventanilla, se apagó la luz, el reflejo desapareció y se sumió en un profundo sueño.

     Se despertó un par de veces porque sus huesos habían adoptado la forma del asiento. Cambiaba la postura en la medida de lo posible y volvía a quedarse dormida por el traqueteo del tren. En su momento más onírico, sintió como si alguien le tocase la cara en un atisbo de caricia, algo que asoció, no a una mano, sino a la cortinilla sobre la que apoyaba su cabeza. De pronto, una auténtica mano fría como el hielo, tocó las suyas. Era el revisor, para despertarla y advertirle que habían llegado al final del trayecto. Le dio las gracias de la forma más despierta que pudo, recogió sus cosas y bajó del tren.
     Cuando alguien se marcha inesperadamente, no puede esperar que al final de su huida haya alguien recibiéndolo con los brazos abiertos. Había llegado a su destino, o por lo menos al que ponía en el billete, y estaba sola. Preguntó en la estación si había algún hostal o albergue en el que alojarse, y una señora con aires algo rancios, le escribió una dirección en un papel y le indicó como llegar. Por lo que parecía el sitio no estaba lejos, y mientras caminaba por la acera encontró una cafetería, entró y pidió un café una tostada. Su repentina marcha de la mansión hizo que abandonara el lugar sin ni siquiera coger un triste bocadillo; el café y la tostada fueron engullidos casi sin parpadear. Se quedó pensativa mirando por la ventana; se veía a mucha gente por las calles con bolsas de compra y carritos, y pensó que igual era día de mercado. Continuó su camino. Llegó al hostal que le indicó la rancia mujer de la estación, un edificio con una fachada cubierta por enredaderas, macetas colgadas, buganvillas, rosales trepadores,… Era como un vergel en sentido vertical. Había tiestos a los lados del caminito de la entrada con geranios, pensamientos y margaritas, y pegadas a la entrada, unas macetas del tamaño de medio tonel con hortensias rosas y moradas. El caminito era de pizarra y el resto del terreno era un magnífico verde césped. Llamó al timbre y al abrirse la puerta, se encontró con algo que no tenía nada que ver con aquella fachada al estilo de los jardines Colgantes de Babilonia; la misma rancia mujer de la estación, le abrió la puerta, la miró de arriba abajo con una ceja más alta que otra, y presentando aires de una madre que castiga a su hija por llegar tarde, la increpó con tono desagradable, que hacía más de una hora la había visto en la estación y que por qué había tardado tanto en llegar. Claudia se quedó perpleja, y como si efectivamente fuera su madre dio explicaciones sobre el café, la tostada y el cansancio que arrastraba. Increíble, lo que el ejército se había perdido con aquella mujer. Pero el asunto no terminó ahí. Cuando la hizo firmar en el registro le preguntó cuánto tiempo pensaba quedarse allí, algo que ni siquiera la propia Claudia sabía. La señora volvió a levantar su ceja izquierda y con un ademán grosero, comenzó a decir que una mujer como ella, sola, tenía que saber esas cosas, y que el mundo era un lugar demasiado peligroso para no saber cuántos días se pasaba en un sitio. Claudia pensó con todo eso que seguía en el tren, dormida, y que estaba soñando con aquella mujer que sin saber por qué, se había comprometido a hacerle la vida imposible. Pero Claudia tenía mucha paciencia, mucho cansancio y ninguna gana de salir a buscar otro alojamiento donde la educación fuera una prioridad.
Finalmente, guió a Claudia por la escalera. La casa sólo tenía dos pisos, y le mostró su habitación: decididamente, aquel lugar no pegaba con aquella señora. La escalera estaba cubierta por una alfombra marrón y con un pasamanos en el lado derecho. Las paredes tenían cuadritos de frutas y de flores. Al llegar arriba había un pasillo transversal con cinco habitaciones, un par de armarios empotrados y la misma alfombra que en la escalera. En el centro había un pequeño aparador con dos potos y un espejo. Sólo el pasillo, era de lo más acogedor. La señora guió a Claudia hacia la derecha del pasillo y abrió la primera puerta de la izquierda. Al entrar, Claudia sintió un vuelco en el corazón; desde el balcón entraba una luz clarísima, que se veía maximizada por el color blanco impoluto de las paredes.
La habitación era bastante grande, teniendo en cuenta que la cama era de uno cinco, con un cabecero de madera formando dos “x” y una flor tallada entre ambas. Tenía un edredón nórdico y encima una colcha de ganchillo de color crema finísima y un par de cojines a juego. Combinando con el cabecero, un armario tallado con los mismos motivos y una cómoda alta, de cajones y un espejo sobre ella. Al fondo estaba la ventana que era puerta de terraza y al lado de ésta, estaba el armario. La cama, como si aquella mujer lo hubiera hecho a propósito, estaba en paralelo a la ventana. A Claudia ya no le parecía tan rancia; una persona que conseguía con tres muebles que una habitación fuera más que acogedora, algo de bueno tenía que tener. Claudia estaba deseando acostarse para quedarse dormida mirando a través de los cristales. La cómoda estaba cerca de la puerta, y todo el conjunto invitaba a que abriera su vieja maleta, guardara la ropa en el armario y tomara posesión de la habitación. 

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