1 de diciembre de 2010

EL HORNO DE LA VIDA Cap. I

 
Capítulo I El abrigo
     Se fue caminando medio arrastrando los pies. Llevaba puesto un abrigo que le quedaba grande, uno de esos abrigos de paño de caballero, pesado y con unas guatas gordas que le hacían parecer un armario empotrado, pero por lo menos estaba caliente. Le iba grande pero no pasaba frío. Entre sus pocas pertenencias se encontraba una funda de almohada cosida por unos de los extremos, que le servía de saco. En ella guardaba media barra de pan, que si no consumía pronto, se convertiría en un arma arrojadiza, dos manzanas amarillas y dos hebras de tocino que le había dado un señor hacía ya dos días. Ese era todo su alimento, y bastante era; otros no tenían ni eso. Al caminar, le iba picando la espalda. Se acordó de que la noche anterior había dormido en lo que quedaba de un pajar abandonado, y asoció que los picores se debían a las posibles pulgas que se habían pegado a su ropa, porque claro, había dormido vestido. Además, no tenía pijama, ¿qué pijama iba a tener, si apenas tenía qué comer? De los picores en la cabeza ya ni se acordaba; se había acostumbrado. Y siguió su camino.
     Cuando llegó al final del sendero se alegró porque vio que llegaba a una población, y parecía bastante grande. Caminó con más ahínco y llegó a una gran plaza. Había mucha gente, algo que lo sorprendió mucho; pensó que los aviones alemanes lo habían destruido todo en muchos kilómetros a la redonda, pero aquel lugar, dentro de las circunstancias, estaba casi entero. Cada vez iba más deprisa, mirando a todas las personas que se cruzaban con él. Miró a su alrededor, y como no encontraba lo que buscaba, decidió preguntar; 'Disculpe, ¿Hay algún registro de supervivientes?', lo preguntó casi con miedo, como si temiera que su vida dependiera de ello. 'Sí, pero la lista es corta, demasiado corta,... Ahí, pasada esa calle de la derecha, al final, encontrará una plaza y en el centro, un tablón de madera con la lista. Espero que tenga suerte.'
Se puso muy nervioso, tanto, que aceleró el paso sin darse cuenta. Cuando llegó al tablón, buscó su nombre. El de ella. Nada. Stawthsevich, Stawthsevich,... Nada. Todo el nerviosismo desapareció de pronto y un peso plomizo parecía que tiraba del abrigo que le quedaba tan grande, hacia abajo, y le impidiera andar con normalidad. Otra vez arrastraba los pies. Esta era la lista número veinte que revisaba en busca de su mujer, pero no la encontraba. Pensó que lo mejor era buscar un lugar para sentarse a comer una manzana de las que llevaba y luego buscar agua. Y así lo hizo. Encontró una taberna, entró  y se dirigió al camarero para preguntarle por el dueño.
'Está en la trastienda, poniendo un poco de orden, espere que lo voy a buscar'. El camarero se metió tras una cortina y desapareció. Fueron un par de minutos eternos. Él sólo pensaba que si después de veinte listas no la había encontrado, o estaba muerta, o en un campo de concentración de esos de los que había oído hablar. Se acordó, de que en una ocasión, alguien le había comentado que metían a gente en unos trenes, cuyo destino se desconocía, y la gente que iba en ellos nunca más regresaba. Se acordó de los rumores que corrían sobre gente que había escapado y que hablaban de cosas tan absurdas, como que, había un lugar al este, en el que todos los días llegaban trenes repletos de gente tomada como prisionera, pero que aquel lugar nunca se llenaba del todo porque siempre llegaban más, y así todas las semanas. Decía que en ese sitio del este, siempre olí a carne quemada,... Tonterías, pensó. Esos olores tenían que ser normales; habría cocinas trabajando a todo gas para dar de comer, tanto a presos como a soldados,..... 'Qué desea, en qué puedo ayudarle'. El dueño de la taberna rescató de sus cavilaciones fantasmagóricas, y lo devolvió a la realidad.
'Buenos días, gracias por atenderme. Verá señor, hace días que no como ni bebo en condiciones, pero sólo tengo unas monedas', se metió la mano en el bolsillo del pantalón y las hizo tintinear sacando unas pocas. '¿Qué podría comer con esto?'. El dueño se echó a reír, y le contestó, casi con lágrimas en los ojos, que con esa cantidad no le daba ni un café. 'Vaya, pues lo siento,... Siento haberle molestado,... Gracias de todos modos'. Salió de la taberna y cuando estuvo a punto de desandar sus pasos, una mano lo agarró por el hombro y lo detuvo. Era el camarero. Pero no le habló, sólo le dio un papel con unas señas, y le dijo que no insistiera, que si el dueño no podía ayudarle, nada se podía hacer, que era un buen hombre, pero,…. Era un mal momento. No entendió nada, sólo que tenía hambre y frío, y necesitaba un lugar donde dormir. Y se fue, sin más.
     Se sentó en una acera y se quedó mirando su abrigo; era demasiado grande pero en las noches al raso lo cubría como una madre a su niño. Pensó, que cuando todo hubiera terminado, lo llevaría a arreglar, a que le cosieran los botones que le faltaban y que lo limpiaran en condiciones,… ‘Pero hombre de Dios, todavía sigue usted aquí,… qué ha hecho con el papel que le di…’,  dijo el camarero enfundado en unos pantalones gris marengo y una camisa blanca manchada con todo tipo de chorretones, además de un abrigo largo que parecía nuevo. ‘¿Cómo se llama?’, le preguntó camarero, mientras lo ayudaba a incorporarse y cogido por un brazo, se lo llevaba a toda prisa por el fondo de una calle llena de escombros, entre los que señoras con pañuelos negros en la cabeza, buscaban los restos de sus pertenencias.
‘Me llamo Otto, Otto Stawthsevich’, dijo bajo su gran abrigo mientras caminaba aceleradamente. ‘¿A dónde vamos?’.
‘Al casco viejo; allí podrá lavarse, comer caliente y descansar. Con un poco de suerte, mi hermano tendrá algo de ropa que le sirva, es más o menos como usted.’ Otto pensó que no conocía de nada a aquel camarero, ni siquiera su nombre, pero imaginar un plato de comida caliente y agua para lavarse, le hizo olvidarse de todo.
‘¿Encontró lo que buscaba?’, le preguntó el camarero.
‘¿Perdón?’
‘La lista de supervivientes,… ¿Encontró a la persona que buscaba?’
Otto cambió su semblante, y la sopa caliente de su cabeza desapareció, junto con el agua para asearse y posible ropa limpia.
‘No. No la encontré.’ Y se hizo el silencio.
Diez minutos después, estaban en el casco viejo, bordeando la catedral. Miró hacia arriba, a la aguja y a las torres,…
‘¿Cómo es posible que siga en pie?’, preguntó Otto.
‘Porque Dios tiene muy bien pensado quién y qué quiere que sobreviva en medio de esta furia humana sin sentido’. Por cierto, me llamo Jarek.

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