21 de noviembre de 2010

ENTRE LO HUMANO Y LO DIVINO

VILLARREAL DE LA MARQUESA
     Las personas, a veces, nos encontramos en situaciones ridículas, absurdas, y sobre todo embarazosas. Esos momentos en los que pensamos que podría aparecer alguien conocido y sacarnos del problema, o simplemente que se abriera la tierra y nos tragara. Eso fue lo que sintió doña Teresa el día que se murió su marido.
     Eran las cinco y media de la tarde; llovía como si se hubiera abierto el cielo y las calles se volvieron oscuras y grises. Las campanas de la iglesia tocaban a muerto; don Gil de la Crus y Tres Picos había fallecido el día anterior entre gemidos, sudores y un ir y venir de caricias que su esposa, doña Teresa, bruta como ella sola, una mujerona de esas de la España profunda de Unamuno, con las patas de gallo marcadas a fuego por el sol y el frío al trabajar el campo, le propiciaba.
Justo en el momento culminante el corazón de don Gil se paraba para siempre, dejando a una viuda insatisfecha en todos los sentidos. Ella, por supuesto, negaba lo que las malas lenguas divulgaban: decía que su pobre marido había muerto con muchos dolores de corazón, pero la gente sabía de buena tinta que murió en otro tipo de circunstancias y no precisamente de dolor en el pecho.
     El caso es que llovía a mares y cortejo fúnebre atravesaba curiosamente la calle de la Fuente, que conducía al cementerio.
Encabezando la procesión, iba un monaguillo con la Santa Cruz, detrás el féretro acompañado por el padre Manuel, quien ofició la misa y más retrasadas una larga cola de plañideras, abuen precio por cierto, y la viuda; en mi vida oí semejantes gritos. Tras las fingidas lloronas caminaban los hombres, que siempre se ponían al final. Las dos primeras filas de caballeros simulaban rezar para ocultar el cuchicheo de las filas traseras, cuyos componentes estaban más preocupados por la causa de la muerte que del difunto en sí. Los sobrinos del muerto, porque hijos no dejaba, entre sollozos y suspiros, chismorreaban sobre por qué parte cuantitativa de la herencia tendrían que pelear, ya que horas antes en la lectura del testamento, quedaron sorprendidos por las palabras del notario. Don Gil a su viuda no le dejaba ni un real. Por supuesto, esto fue el postre en la comidilla del pueblo.
     Una vez en el cementerio aquello se desmadró; el sepulturero y sus ayudantes aflojaron demasiado las cuerdas que sujetaban el ataúd, y este cayó de golpe al fondo, lo que hizo que se desencajara. Por fortuna, no se abrió. Don Manuel, el párroco pidió a los asistentes que rezaran tres Ave María por el descanso eterno del difunto. Los concurrentes procedieron respondiendo con la segunda parte de la plegaria. Doña Teresa comenzó a elevar la voz y gritar. 'Ay, Gilito, Gilito, y te fuiste sin despedirte,...' Las vecinas que se congregaron allí respondían en voz baja, 'se despidió y a lo grande'. 'Ay, Gilito, Gilito, te fuiste cuando más afinadas estaban las cuerdas de tu guitarra', y las vecinas, 'pero al final quedó desatonada'. 'Ay, Gilito, Gilito, en que mal momento te has ido', y las vecinas, 'antes de acabar el partido...'. Yo no sabía dónde meterme. Pero para mayor desgracia de la viuda y la familia, las únicas flores que se puedieron llevar fueron las que aportaron los vecinos, y no muchas porque ya no estábamos en fechas. Y a una de las amigas de la familia, se le ocurrió que podrían comprar unas artificiales hasta que la floristería del pueblo vecino trajera el pedido. Se montó ella sola unas coronas con flores compradas en el único bazar chino del pueblo, de esas rosas fluorescentes con hojas de color verde clarísimo, que casi hacían daño a la vista, ideales para señalizar la carretera de noche. Y los centros. Qué decir de esos centros con flores azul turquesa y naranja. Y esas cintas en las que se leía La flor de tu capullo no te olvida, o una de los centros, Tus sobrinos, los que te adoran, cuando hacía por lo menos diez años que no mantenían el contacto, hasta que oyeron la palabra 'testamento'... Aquello parecía un circo ambulante, una comparsa sacada de la tramoya del teatro del absurdo de Mihura. Y así, pasamos la tarde de aquel lluvioso día.
     Finalmente, cuando todo hubo terminado, regresamos a casa, no se hablaba de otra cosa. La viuda se fue a su casa, a llorar su pérdida, y el resto nos fuimos al bar a entrar en calor. El mismo bar en el que don Gil, que en paz descanse, cuando tenía un orujo de más en el cuerpo, comentaba jugando al dominó, 'la gracilidad de su yegua, el porte de su grupa y lo bien que le quedaba la silla'. No había remedio. Generaciones enteras recordarían aquella tarde.

                                 23 de octubre de 1998

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